Son las 11:00 horas en el Puente Huayculi, en el kilómetro 5 de la avenida Blanco Galindo del municipio de Quillacollo. La carretera está muy transitada y se siente el polvo que se levanta debido al tránsito de las movilidades. Junto al río hay una fila de taxis esperando cargar gasolina en el surtidor, justo en la esquina hay una caseta precaria que parece abandonada, custodiada por varios perros y llena de artículos abandonados, Todo parece en desuso y envejecido. Llegamos monitoreando Google maps. Tratamos de ubicar la casa de Abencia Gutiérrez, no nos contesta las llamadas y tampoco responde a los mensajes de WhatsApp.
Conversamos con Abencia hace más de un mes. La conocimos por un video difundido por Opinión Bolivia sobre discriminación laboral a mujeres trans en la ciudad de Cochabamba. Nos preguntamos por su identidad étnica al reconocerla en su racialidad.
Cuando hablamos por primera vez le sugerimos la discusión sobre lo étnico. Ella, desde el primer momento, planteó el tema del despojo de sus tierras en su comunidad indígena. Había rabia en sus palabras, esa era una motivación para concretar la entrevista.
Las expresiones de Abencia muestran la nostalgia del retorno
Abencia llega en un taxi cargado de carbón e implementos para parrilladas, su venta cotidiana. Se dedica al comercio hace varios años, también deambula con otros productos en el mercado La Cancha. Nos reconoce y nos hace una seña alzando la mano. Nos acercamos y ayudamos a descargar los sacos de carbón.
Pide disculpas por el retraso. Abre la caseta donde vive y salen sus mascotas. “Son trece perros”, dice Abencia, quien los rescata para cuidarlos. Nos cuenta que la mayoría fueron atropellados y/o abandonados en el río. Mientras esperamos, Abencia se prepara para la grabación, sale de su caseta, busca cosas, ordena otras, llama a todos sus perros para dejarlos cuidando los predios donde vive.
Nos dirigimos al río El Paso, a sugerencia de Abencia. En el camino cuenta los trabajos que ha desempeñado todos estos años, sobre todo el de lavado de autos en el puente Huayna Kapac. Cuando llegamos al río, casi a las 14:00 h., hay algunas personas lavando ropa en los alrededores. Buscamos una locación en el fondo. Abencia necesitaba un lugar tranquilo.
Frente a la cámara, dice: “Yo soy Abencia, de la provincia de Arque. Radico aquí en Cochabamba, donde nací hace más de 40 años”. Abencia reconoce su pertenencia al municipio de Arque de donde son su madre, sus tíos y su abuela.
Relata el proceso de despojo de sus tierras. Nos cuenta que cuando su madre se embarazó, su familia materna la echó de su casa, de su comunidad, por ser “madre soltera”. Ella trata de explicar este acto machista y violento contra su madre argumentando que en su familia, en su comunidad, eran de “mentalidad antigua”. No se permitían tener una madre soltera en la familia, esto debido a la carga de vergüenza ante la comunidad. En ese momento, principios de los 80, a su madre no le quedó otra que migrar a la ciudad, asumir su gestación sola y trabajar en cualquier rubro para sostener a sus hijas.
Ya en Cochabamba, su madre conoció otra pareja y decidió “juntarse”, convivir con su pareja y hacer familia. Abencia fue entregada a su abuela, tenía siete meses de edad, no entendía nada, solo lloraba. Abencia creció en el campo. No pudo estudiar, debía trabajar la tierra junto a sus abuelos que siempre velaron por ella. Sin embargo, ese espacio familiar estaba marcado por violencia machista.
Más de una noche tuvieron que escapar de su casa, dormir en ríos y descampados, ante la amenaza violenta de sus tíos y tías. Alguna vez migraron a la ciudad y trabajaron lavando autos en el puente Huayna Kapac, junto al río Rocha.
Cuando sus abuelos murieron, Abencia tenía 13 años. Ahí entendió que estaba sola en el mundo, ahí se aferró al lavado de autos para sobrevivir. El proceso de su adolescencia fue un derrotero entre la sobrevivencia económica y su deseo por tener el cabello largo. “Tenía una melenita”, dice, mientras recuerda los cuestionamientos de su familia, sobre todo de sus tíos, por ese cabello largo.
Siempre le decían: “ya pareces mujer con esa melena”. Abencia, avergonzada, asumía ese reclamo como un acto de reconocimiento de ese “ser mujer” que florecía en su seno, y se quedaba con esa frase resonando en su memoria.
“Yo [vivo] aquí en Cochabamba, porque allá [en Arque] no tengo nada. Mis tías se han apoderado de los terrenos de mi mamá, prácticamente, fuimos despojados [de nuestras tierras]”, vuelve a relatar Abencia, refiriéndose a ese proceso de despojo permanente.
No puede regresar a su pueblo, como tampoco pudo regresar su madre, ya que les despojaron de la titularidad de sus terrenos y le negaron el derecho a la alimentación.
Abencia cuenta que alguna vez su madre regresó a su pueblo, cuando le daba por retornar y ver por ella después de años de ausencia. Fue a sembrar papa, pero no la dejaron cosechar, sus cuñadas se aprovechaban de ese trabajo. “Entonces, prácticamente, nosotras quedamos sin nada”, dice Abencia. «Desde esa vez radicamos [aquí] y no pensamos en el campo. Pero cuánto quisiéramos regresar, ¿no?”, termina Abencia, preguntándonos por ese gesto de añoranza, el retorno a la comunidad.
Cuando preguntamos a Abencia por lo indígena, responde: “yo me identifico como indígena”. Para ella, lo indígena pasa por el idioma. Abencia habla quechua, idioma que reconoce como su primera lengua. La lengua de su abuela, de su familia, de sus paisanos, etc.
«Yo apenas aprendí a hablar castellano”, dice, y relata la necesidad de hablar castellano en la ciudad. Cuenta que en el campo toda su familia hablaba “quechua cerrado”; es decir, hablaban solo quechua. Abencia explica que lo indígena pasa por la memoria quechua:“yo no quiero olvidarme de mis raíces, de dónde soy”.
Expresa su necesidad de no olvidar el quechua. Esa necesidad de volver a su comunidad, de retornar a su tierra en memoria de sus abuelos, de reclamar los derechos que le corresponden por ser la nieta que ha velado por ellos hasta la muerte.
Le preguntamos si quisiera retornar ahora como mujer trans. Abencia piensa su respuesta y dice: “en el campo son más discriminadoras para mí, porque [si regreso] van a empezar a hablar [mal] de mi”. Recuerda el episodio de su melena, cuando era reprendida por uno de sus tíos, quien señalaba su falta y sancionaba ese acto de desobediencia con el modelo hegemónico de masculinidad.
Abencia dice, “No me he podido enfrentarme en esa época porque mi tío era muy hablador. Runakawa, se diría en quechua”. Ese hombre que se fijaba en todos los actos de las personas y criticaba si alguien desobedecía la moral y las “buenas costumbres”. “Él siempre decía ama sua, ama kella, ama llulla” (no robes, no seas flojo/a, no mientas), comenta Abencia. Lo toma como un gesto de disciplinamiento, porque en su adolescencia siempre se fugaba de esos moldes masculinos. “Cuando él murió yo me sentí liberada”, concluye.
– ¿Qué es ser mujer trans? Ella sonríe.
Desde que llegamos al río El Paso, demoró más de una hora en vestirse. Su preocupación eran su falda y sus blusas. Nos preguntaba si estaba elegante. Se maquilló con lo poco que tenía, mientras comentaba que hace mucho tiempo no lo hacía. Todos sus implementos de maquillaje estaban secos y empolvados.
Sentada, con los pies descalzos, peinaba su pelo, lo acomodaba y volvía a mirarse en el pequeño espejo que recuperó de sus cosas olvidadas. Al final se calzó sus tacos para empezar con la entrevista.
“Es que en el corazón no se manda”, responde. Volvemos a preguntar: ¿Cuál era y es ese sentimiento de tu corazón? Soltando un suspiro, dice:
“me atraían [otros chicos]. A los 12 o 13 años ya [deseaba] ser mujer, una mujer hecha, pero luego me daba miedo [al qué dirán mis familiares]. Entonces, era como si estuviera amarrada, que no estaba desatada. Más claro: que no era liberada”.
En esa respuesta, Abencia elabora una metáfora sobre el sentir y ser mujer trans. Esa metáfora que habla del disciplinamiento y control de las corporalidades y sexualidades en un régimen de género binario y una heterosexualidad obligatoria. Una suerte de amarro del cuerpo, del sexo. La expresión de género que hay que desatar para sentir esa liberación, la liberación trans.
“Siempre quise ser ella”, dice, refiriéndose a su propia historia, al género en el que le gusta nombrarse. Habla de ese “ser mujer hecha y derecha”, esa mujer honesta, sencilla y con cambios corporales. También cuenta la historia de su nombre.
Tomó el nombre de la cantante peruana Abencia Meza, porque se sintió familiarizada con su historia y su tragedia.
“Abencia le canta a la vida real. Y yo asimilo todo lo que me pasó a mí”, vuelve a repetir.
Cuenta esa historia explotada por los medios de comunicación el 2010 cuando la cantante de folclore peruano se declaró públicamente lesbiana junto a su pareja Alicia Delgado. También cuenta el desenlace de esa historia: se dice que Abencia Meza fue la autora intelectual del asesinato de Alicia. Fue enjuiciada y presa por ese delito. Pero Abencia, la de nuestra crónica, prefiere quedarse con la historia de amor lésbico y empieza a cantar: “Porqué, porqué, porqué me enamoré de ti, de ti, nada menos de ti…”
Mientras cae la tarde Abencia habla sobre los rituales de muerte en el río El Paso: los “lavatorios” consisten en lavar la ropa y los enseres de los difuntos para luego quemarlos. Ahí rememora el momento exacto donde les despojaron de toda herencia por parte de sus abuelos. Abencia estaba a cargo de ellos, había crecido con ellos a pesar de todas las carencias.
“Yo he estado hasta el último momento con mis abuelitos. Entonces yo era sus ojos, sus bastones, [he estado] hasta el día que han muerto”.
Cuando sus abuelos murieron, todos sus tíos, primos y demás familiares llegaron al entierro. Llegaron y se quedaron con todas sus cosas, con todos sus terrenos en Arque. Ahí despojaron definitivamente a Abencia.
¿Por qué es importante para ti recuperar esas tierras?, le preguntamos. Ella dice: “para mí sería recordarles a ellos, en memoria de ellos. Ellos querían que yo esté ahí, en una parte, no con todo. [yo] No quería acaparar todo, sí una parte de lo que me correspondía”.
Piensa y habla sobre tener dónde regresar: un cuartito, una casa, un terreno, una comunidad. Piensa en esa pregunta difícil sobre el retorno, en la posibilidad de volver a la comunidad cuando se ha migrado, cuando a una se le ha despojado de todo, cuando el capitalismo nos ha hecho creer que no tenemos pueblo. Esa pregunta íntima y necesaria. Pero no hay nada, dice, triste.
Abencia nos confiesa que para vestirse y travestirse prefiere estos espacios alejados, solitarios, casi íntimos, donde puede vestirse como ella prefiere sin temor a miramientos o juzgamientos. Le preguntamos si conoce a otras compañeras trans de comunidades indígenas, responde que es difícil, que el discurso de la vergüenza sobre estos cuerpos está instalado en las compañeras mismas, peor si están en comunidades indígenas. “No queda”, dice Abencia. “[Hay que] aparentar ser hombres [ante la comunidad], digamos. Pero en el corazón tienen que ser mujeres”, concluye.
Mientras recogemos los implementos de grabación nos explica sobre esas compañeras trans de las que alguna vez le hablaron, casi como un cuento que nadie quiere recordar:
“es una vergüenza [según la comunidad], ¿qué le pueden decir sus cuñadas, sus hermanos o su entorno. [Entonces], tienen que ocultarse y lejitos no más ser mujer. Digamos, sentirse amadas, digamos, mendigar cualquier amor”.
Abencia Gutiérrez en primer plano, con los ojos visibles y la sonrisa oculta detrás de un tul negro
Quizás Abencia está narrando su propia historia, esa que no relató ante las cámaras. Quizás, ya saliendo del río El Paso, decidió sincerarse con ella misma y abrir esa herida: narrar toda la violencia en su cuerpo, en su sensibilidad, en su ser trans. Narrar esa herida del exilio permanente. “Lejitos no más ser mujer”, dice, y se siente la soledad en sus palabras, ese silencio, ese vacío, aunque la ciudad avance en todo su bullicio.
