Si bien es el motor primordial para la producción crítica de conocimiento y la transformación social, simultáneamente actúa como un agente de reproducción de las desigualdades estructurales que permean nuestras sociedades. Este artículo, basado en rigurosas investigaciones en el campo de los estudios de género y educación superior, ofrece una mirada crítica e interseccional sobre cómo el género y otras dimensiones de la diferencia, tales como la clase social, la raza/etnicidad, la discapacidad, la orientación sexual y la identidad de género, se entrelazan de forma compleja para configurar experiencias académicas profundamente dispares (Crenshaw, 1991; Yuval-Davis, 2006).
Desde esta óptica interseccional, el análisis no se limita a documentar la mera persistencia de la desigualdad en términos de paridad numérica simple. Se adentra, en cambio, en la exploración de cómo múltiples ejes de opresión y privilegio se cruzan para generar desventajas compuestas que no son la simple suma de sus partes. Por ejemplo, una mujer indígena, madre soltera y con discapacidad, enfrentará barreras y formas de violencia simbólica e institucional cualitativamente distintas y más agudas que las que experimenta una mujer.
La matriz de dominación se manifiesta en el ámbito universitario de manera sutil y explícita. A nivel institucional, esto se observa en:
– Segregación horizontal y vertical, las mujeres y las personas de género no binario tienden a concentrarse en áreas de estudio y departamentos peor valorados (segregación horizontal) y están subrepresentadas en los niveles más altos de la jerarquía académica (cátedras, rectorados).
– Androcentrismo epistémico, el conocimiento canónico y los criterios de evaluación de la excelencia están históricamente moldeados por perspectivas masculinas y occidentales, lo que sistemáticamente invisibiliza, devalúa y margina las experiencias, metodologías y objetos de estudio generados por o sobre grupos históricamente excluidos.
– Violencia simbólica e institucional, el acoso sexual y la violencia de género son las manifestaciones más visibles, pero también se incluye el micro-machismo y las exclusiones sistémicas en la toma de decisiones, la asignación de recursos y las redes de influencia.
Hacer de la equidad una práctica cotidiana y sostenida en la universidad es el desafío central de este siglo. Esto implica arreglar el sistema para que sea verdaderamente justo e inclusivo para todas y todos. Es una apuesta política y ética por una universidad que honre su promesa de ser motor de la transformación social.
La necesidad de una transformación va más allá de protocolos formales, invitando a repensar la institución desde una ética del compromiso, la pluralidad y el cuidado, haciendo de la equidad una práctica cotidiana y sostenida.
