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Soy gay y padre por adopción


2021-12-06
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Revista la Brava

Alberto (Beto) y Víctor Hugo (Ninón) tienen mucho en común: no querían ser padres de ninguna manera; sin embargo, cada quien –a través de procesos diferentes– terminó adoptando hijos en un país en el que se le niega ese derecho a las parejas de distinta orientación sexual, y en el que, a su vez, se le reconoce a la niñez desamparada la posibilidad de tener una familia. Edición 45 / 6 de diciembre de 2021. BETO: TRES EN LUGAR DE UNO Cuando a Alberto le propusieron adoptar, su primera reacción fue un rotundo no.

Su espíritu aventurero y solitario aún dominaba su vida, al igual que la idea de que la paternidad posterga los planes personales. Pero la sugerencia se instaló en su mente y se sorprendió con la emoción nueva de compartir con alguien su tiempo y sus bienes. Al tercer día se decidió: iniciaría el proceso legal de adopción de un niño que tuviera entre dos y cuatro años.

“Yo soy un hombre gay y quiero adoptar a un niño”, les dijo a las abogadas especializadas en adopción. Ellas se sorprendieron, pues era la primera vez que una persona no heterosexual solicitaba sus servicios. Sin dudarlo, se hicieron cargo del proceso.

“Me inscribí a la escuela de padres, que empezaba en dos semanas”, recuerda Alberto, ocho años después de esa decisión que cambió toda su vida.

Alberto —cabello corto, lentes—, reconocido activista por la defensa de derechos de la población de lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersexuales y queer (LGBTIQ+), cuenta a detalle el proceso de espera para que el Estado aceptara darle la custodia de un niño. Mientras toma un café en una cafetería de la zona de Miraflores de la ciudad de La Paz, revive cada instante con una precisión única, y evidentemente emocionado.

En algún momento temió que ser gay influyera en la decisión del juzgado a cargo, sobre todo porque la jueza encargada de revisar la solicitud es abiertamente evangélica. En todo caso, Alberto iba a probar al Estado en este particular aspecto.

En Bolivia, el Código del Niño, Niña y Adolescente establece que cualquier persona mayor de 25 años, soltera o casada, que goce de buena salud física y emocional, tenga estabilidad económica y que no cuente con antecedentes penales es apta para dar un hogar a los niños y niñas que están en centros de acogida estatales.

Las instituciones encargadas de evaluar y de certificar que una persona es idónea para este proceso son los servicios sociales de cada departamento. La valoración se hace a parejas y a personas individuales, sin importar si él o la solicitante es de diversa orientación sexual, explica Alison Álvarez, jefa de la Unidad de Certificación Biopsicosocial del Servicio Departamental de Gestión Social de La Paz (Sedeges).

En dicha unidad “hacemos tres pruebas: social, psicológica y médica al margen de la orientación sexual, pues es lo que nos manda la ley”, asegura Álvarez, quien dice que no conoció antes ninguna solicitud de este tipo de parte de una persona gay o lesbiana. Probablemente, la de Alberto sea la única que se hizo de manera abierta, ya que, al ser un hombre público y activista, él no escondió su orientación.

Beto, como le dicen sus amigos, acudió al Sedeges de La Paz a mediados de 2013. Allí le hicieron el estudio psicosocial e inició los trámites legales. En la escuela de padres le aportaron, durante un mes, algunas pautas sobre cómo reaccionar desde la paternidad.

Otra de las cosas que se volvieron parte de su rutina –y eso se lo debe a su personalidad curiosa– fue investigar y leer todo cuanto halló sobre ser padre, ser padre adoptivo y ser padre solo.

“Indagar más para no cometer errores”, dice. “Pero seguro que los he cometido, porque la escuela de padres dura un mes y no todos los días”, bebe un poco de café.

Adoptar en el país puede significar meses de espera, incluso años. Hay postulantes, con todo ya aprobado, que aguardaron hasta cuatro años para acoger al niño o niña.

Por ese motivo, este 2021, el Gobierno promulgó la Ley 1371 que modifica artículos del Código Niña, Niño y Adolescente, entre ellos los relacionados a los periodos de espera. En ese sentido, determina que el “proceso judicial de extinción de autoridad paterna o materna” debe concluir en tres meses y que el Consejo de la Magistratura verificará que los procesos se cumplan.

Como Alberto sabía de las demoras previas a la reforma, contrató a especialistas que le guiaron en todos los pasos, y por eso cree que la espera no fue muy larga en su caso.

Cuando sus documentos llegaron al juzgado, Beto pidió a las abogadas que se recusen con la jueza conocida por su mirada conservadora, pero ella manifestó que se guiará en la homologación de los informes del Sedeges. Él y las abogadas asumieron el riesgo y continuaron en ese juzgado.

A las pocas semanas, le informaron sobre un niño de nueve años. Beto no aceptó porque no era la edad que había incluido en la solicitud. Entonces, la espera se alargó.

El amor de hijo viene en combo

Desde que Beto se decidió por la paternidad, en sus viajes a otros países ya no compraba regalos sólo para sus sobrinos, como era costumbre, sino también para su futuro hijo. Compró tenis, sábanas, poleras y juguetes; sin embargo, en muchas de estas compras pasaba algo peculiar: adquiría dos piezas de cada cosa, para un niño pequeño, pero también para uno más grande, “pensando en su futuro”.

Mientras él iba armando la habitación y todo lo necesario para el niño, las abogadas le llamaron a su oficina y le dieron la sorpresa.

—Tenemos al niño, y es de dos años. Está sanito, su pie plano ya está siendo atendido con ejercicios —, le dijo una de ellas. La noticia le llegó un 19 de marzo, Día del Padre en Bolivia.

—Pero viene en combo; es decir, le acompaña su hermano de más de seis años, edad límite para permanecer en el albergue —, le informó la segunda abogada.

Beto se quedó callado. Sus planes nunca incluyeron a dos hijos. Temió que si decía que no, la espera podría ser más larga. Se tomó otros días para meditar, y gracias a las reflexiones que hizo con su familia, lo decidió: adoptaría a los dos niños. Le gustó el hecho de que se acompañarían mientras él trabajaba o salía de viaje. Además, no quería que el niño mayor sea separado de su hermanito y sea llevado a otro albergue donde hay menos posibilidad de ser adoptado.

“La vida, el cosmos, el universo, Dios, quien fuese, proveerá”, se dijo.

Inició la reformulación del proceso jurídico para ampliar la adopción y comenzó a conocer a los pequeños.

Para que el proceso de adaptación entre el niño y el padre no sea abrupto, hay una semana, según tiempos procesales, en el que el o los adoptantes deben ir a visitar a sus hijos. En este caso, la semana se extendió a tres meses. El primer día, Beto, acompañado de su mamá, llegó a las siete y media de la mañana.

A la salita del encuentro llegó la educadora con Daniel, de seis años, y Mauricio, de dos, ambos tomados de la mano. “Yo los voy a proteger desde ahora; van a estar conmigo”, les dijo, y les dio sus regalos. A Daniel le entregó un auto de los personajes de Cars y a Mauricio un muñeco de Superman, y quizás por eso ese superhéroe es el favorito del ahora adolescente.

Durante varias semanas fue a visitarlos a diario. Pero no iba solo, sino con otros de sus familiares, amigos e incluso su perro. Así, desde el inicio les hizo sentir que eran parte de una familia.

La construcción de un hogar

Daniel y Mauricio (nombres cambiados) recorren la nueva casa vacía, la mañana del primer sábado de noviembre. A sus 10 y 14 años, respectivamente, están emocionados de tener cuartos propios y, lo mejor de todo, un patio. Allí llevarán a perros y gatos que el departamento alquilado no les permitía tener. Las mascotas esperan en la casa de sus primos. “Ahora van a tener harto espacio”, dice Mauricio, mientras corre por la construcción que ya está en obra fina.

Los chicos cuentan que el plan es trasladarse a fines de noviembre; esperan que en las tres semanas que faltan, los albañiles terminen todos los detalles.

“Primero teníamos que trasladarnos en octubre, luego a inicios de noviembre y ahora nos han dicho que a finales”, se impacienta Mauricio.

Construir una casa desde cero no es fácil ni rápido. Se debe pensar en todos los detalles y, además, arreglar los inconvenientes que surgen en el camino. Lo mismo sucede en las relaciones de las familias en las que –como Alberto repite– “no todo es una taza de leche”.

El padre recuerda que por más de un año tuvo que estar pendiente de la alimentación de Dani, pues a los días de llegar a su casa le diagnosticaron desnutrición crónica. “Pobre mi chiquito, tuvo que ser sobrealimentado”, se enternece al recordar.

Asumir la paternidad de dos niños, y además solo, ha sido todo un reto, pues Alberto debe dividir su tiempo entre la crianza y el trabajo, como muchas mujeres lo hacen en el país. “Ahora las comprendo”, dice.

En este tiempo, la compañía de su mamá fue fundamental, principalmente en los días de viaje a los que no ha renunciado. 

Desde mediados de 2020, Alberto, Daniel y Mauricio se enfrascaron en el afán de construir la casa propia. Principalmente el padre y el hijo mayor fueron los encargados de comprar los materiales para la obra gruesa y también los detalles de la obra fina.

“Esta es la cocina de cinco hornallas y debajo está el horno”, enseña Mauricio, y muestra los electrodomésticos que aguardan en sus cajas el momento en que se los instale en la cocina.

Esa habitación es amplia, con mucha luz y la mimada de la casa de dos pisos y medio. Los tres coinciden en que es el espacio donde estarán más tiempo, pues les gusta cocinar.

Alberto –quien aparenta ser una persona reservada, y que en el trabajo se muestra duro y estricto– habla con mucha seriedad con el arquitecto, pero cuando termina y se acerca a sus hijos su rostro y su mirada cambian.

“Alístense. Ahora vamos a ir a cotizar el techo de la terraza”, les dice con dulzura. Los chicos corren y se ponen sus viseras: Mauricio, la de Superman y Dani, la de Batman.

El padre, que sale al final de la casa nueva, afirma que asumir la paternidad es lo mejor que ha hecho en su vida.

***

NINÓN: MI HIJO YA ES UNIVERSITARIO

Agustín (nombre cambiado) y Víctor Hugo –el último, más conocido como Ninón– caminan por el mercado Los Pozos de la ciudad de Santa Cruz en busca de comida para su gata y su perro. Aprovechan que es tarde de sábado para hacer las compras que irán a la despensa, ya que durante la semana es complicado, pues Ninón trabaja todo el día y su hijo va a la universidad.

Después de las compras, ellos se toman un jugo, pues los 35 grados de temperatura lo demandan. Mientras charlan, Ninón se sorprende de los 20 años que ya tiene su hijo.

— ¡Ay!, yo juraba que tenías 18 —, dice, y ambos se ríen.

A Ninón –62 años, moreno, cabello negro amarrado en un moño, cejas delineadas, camisa blanca y jeans azules– se le llenan los ojos de lágrimas mientras su hijo habla de su padre y de cómo nunca fue un problema para él que fuera gay.

—Nadie me molestó por eso, y para mí es normal —, declara.

Ninón decidió ser padre ya de adulto, pese a que solía afirmar que estaba mejor con los niños de lejos.

“¿Por qué no adoptas a una niña, así la vas a peinar?”, le dijo una amiga.

Ocurre que por ese entonces Ninón era dueño de un salón de peinados, y la idea de una niña empezó a gustarle; además, consideraba la posibilidad de alejar el temor de morir solo, como pasó con algunos de sus amigos.

Se decidió y lo anunció públicamente en una entrevista que le hicieron cuando ganó el certamen de Miss Gay en 1997. En 2001 le informaron que podría adoptar el bebé de una mujer que fue abandonada por su pareja y que no se sentía con las fuerzas suficientes para asumir la crianza.

Ninón hizo todo el trámite legal para reconocer al pequeño y así no tener problemas.

La primera vez que tuvo en sus brazos a Agustín, de seis meses, sintió una dulzura y un amor nunca antes experimentados.

A los 42 años tuvo que aprender a ser madre y padre, pues estaba solo. “No sabía ni preparar una mamadera; la primera vez le di leche achocolatada en vez de la de fórmula”, se recrimina todavía hoy, entre risas.

La memoria de Ninón es sorprendente, se acuerda de cada momento que vivió con su pequeño. A cada instante lo califica de “inolvidable”.

Tuvo, eso sí, que hacer algunas renuncias. Por aquellos años se vestía de mujer todos los días, y el sacerdote que bautizó a su hijo lo llamó señora durante la ceremonia.

Cuando Agustín tenía tres años, un psicólogo le dijo a Ninón que era probable que su vestimenta confundiera al niño, así que optó por llevar trajes masculinos: “No me hice lío”, dice.

Tampoco se hace problema de que le llamen señora o señor, o que le digan Víctor Hugo o Ninón. Él se autoidentifica como homosexual, no le gusta la palabra gay.

Ninón dividió su tiempo entre cuidar a su hijo, trabajar en la peluquería, estudiar  abogacía y desarrollar el activismo.

“Es muy difícil, pero lo tienes que asumir tan bien que te sientas orgulloso cuando ves a los hijos ya formados”, dice, mientras señala la foto en la que se ve a Agustín  graduándose del colegio.

El hijo nunca sintió la ausencia materna, no sólo porque ve a su tía como una mamá, sino porque su papá hizo de todo para que se sienta amado y cuidado.

Ninón –estilista y abogado de profesión– es uno de los activistas impulsores para la aprobación de Ley de Identidad de Género, promulgada en 2016. En los debates públicos y mediáticos defendió el hecho de que las personan trans gocen de todos los derechos civiles, por ejemplo el casarse y el adoptar.

Dicha normativa abría la posibilidad de la adopción, pero debido a que la llamada Plataforma para la Vida y un grupo de diputados conservadores presentaron un recurso abstracto de inconstitucionalidad al parágrafo II del artículo 11 de la Ley, el Tribunal Constitucional la dejó sin efecto. Por ello, desde 2017, las personas transexuales y transgénero no pueden ejercer sus derechos fundamentales, como el matrimonio o la adopción de hijos, entre otros.

Ninón halla injusta esa decisión, al igual que el hecho de que en Bolivia no exista la posibilidad de la adopción de parejas homoparentales, como sí se da en 29 países del mundo, por ejemplo México.

“Nosotros podemos ser padres tan buenos como los heterosexuales”, asegura Ninón y así lo ratifica Agustín, quien cuenta que disfrutó de su infancia y adolescencia, “incluso como adolescente renegón”.

“Lo que me gusta de mi padre es que nunca me dice que no, me da la confianza para decidir”, afirma el joven que está en su segundo año de la universidad, en una carrera que ha sido su elección.

Padre e hijo terminaron el jugo, así que salen del restaurante y continúan su caminata por el mercado. Les toca comprar algunos alimentos para cocinar en domingo, uno de sus días favoritos porque lo pasan juntos.